ECLESALIA, 12 de octubre de 2005
‘LO MISMO Y LOS MISMOS’
Las víctimas de octubre
JON SOBRINO, 09/10/05
SAN SALVADOR (EL SALVADOR).
ECLESALIA, 12/10/05.- En
El Salvador siempre hay mártires que recordar. Ahora nos
acercamos a los de la UCA en noviembre, a las cuatro religiosas norteamericanas
en diciembre y a los innumerables mártires de siempre. Pero este mes de
octubre ha traído otras víctimas, producto de la naturaleza -tormenta y
erupción de un volcán- y de la iniquidad de los
humanos. En San Marcos toda una familia, papás y tres niños,
murió soterrada. El comentario que se oyó fue lacónico y certero: “No
los ha matado la naturaleza, sino la pobreza”.
Sobre estas víctimas y sus
responsables, sobre lo que nos exigen y también sobre
lo que nos ofrecen -si nos abrimos al misterio de la vida- queremos hacer unas
breves reflexiones.
1.
“Siempre lo mismo y los mismos”. El pueblo
crucificado. Las escenas de
sufrimiento y crueldad son sobrecogedoras, y la magnitud es escalofriante.
Los muertos son más de 70, los damnificados, de una u
otra forma, pasan de 70,000, y los daños materiales pueden ser lo equivalente a
tres o cuatro veces el presupuesto nacional. La catástrofe se
extiende a México y Nicaragua, y sobre todo a Guatemala. El poblado de
Panabaj ha sido declarado camposanto: unas 3,000 personas murieron soterradas.
“Una aldea maya yace bajo 12 metros de lodo”, decía la
noticia. Al escribir estas líneas ha ocurrido el
terremoto en Cachemira: 30,000 víctimas y dos millones y medio de damnificados.
Ante esto, nuestra primera
reflexión es la siguiente. Estas terribles realidades no nos
ofrecen nada que no hayamos visto antes. Con matices distintos, dicen lo de siempre: en su inmensísima mayoría, las víctimas
siempre son los pobres. Las catástrofes muestran la pobreza de nuestro mundo,
y, a su vez, esa pobreza es, en buena parte, causante
de las catástrofes y de sus consecuencias. A ello nos
hemos acostumbrado con naturalidad, para que la psicología, la insensibilidad o
la mala conciencia de los seres humanos pueda convivir con la catástrofe. Sin palabras se viene a decir: “Es normal que ellos, los pobres, sufran, pues así son las cosas. Anormal sería que nosotros,
los que no somos pobres, suframos este tipo de desgracias”.
Los que sufren
en las inundaciones, terremotos y erupción de volcanes -como ahora el de Santa
Ana-, los que no tienen trabajo o son despedidos,
los mojados y los expulsados de Estados Unidos, los que pierden sus casitas y
pertenencias, los que ven morir a sus hijos o a sus padres, son siempre los
mismos, los pobres. Y con frecuencia son mayoría los más
débiles de entre ellos: niños, mujeres y ancianos. Lo
mismo ocurría en tiempo de represión y guerra: la mayoría de los torturados,
desaparecidos, muertos, eran pobres. Hace falta un Roque Dalton para
poder cantar bien esa letanía.
De manera precisa lo decía
Ellacuría. Lo que caracteriza a nuestro país es el “pueblo
crucificado”. Y añadía dos cosas, a cual más fuerte y lúcida. Una es que a ese pueblo le arrebatan “la vida”, lo más
fundamental y básico. Y la otra es que ese signo que
nos caracteriza es “siempre” el pueblo crucificado. Ya lo hemos
dicho: con matices y excepciones, terremotos, inundaciones, derrumbes -antes,
torturas, muertes, desaparecimientos- siempre se ceban en los mismos, los
pobres. Y siempre producen lo mismo, muerte o cercanía
a la muerte. Esto produce indignación -aunque hoy en día ya no
parece estar muy bien visto el indignarse, aunque los poderosos toleren
lamentos y llamadas, entre convencidas y rutinarias, a la solidaridad. Y menos
existe la indignación cuando se repite, como en
nuestro país, que las cosas van bien, o que van por buen camino. Pero además de
indignar, la catástrofe hace pensar.
Se ofrece
globalización como promesa firme y cierta de salvación, pero esta
globalización, en contradicción flagrante con el concepto y la formulación,
cuando ocurren las grandes tragedias, sigue siendo absolutamente selectiva: siempre en contra de los pobres, nunca -o rara vez- en contra de los
ricos. Durante el tsunami sorprendió
ver sufrir a europeos y norteamericanos, pero no
sorprendió que sufrieran los pobres de Asia. Y durante el Katrina no sorprendió que los ricos abandonaran Nueva Orleans en
jets privados, ni sorprendió que otros hicieran largas colas para conseguir
gasolina en las carreteras. Ni que otros muchos, personas de
raza negra, hombres y mujeres, siguieran entre inundaciones en el casco pobre
de la ciudad. Es la estratificación natural de
la sociedad. El “lugar natural”, que decía Aristóteles, de
los pobres es la pobreza.
Ni el Banco
Mundial, ni el Fondo Monetario, ni el G-8, ni los que proclaman el reto del
milenio son capaces de pensar y decidirse en serio por
una globalización real de la vida. No
se trata de que todos sufran, sino de que nadie
sufra.
Lo que ocurre estos días es
escándalo de lesa humanidad. Nelson Mandela, en el marco de la presentación del
último informe de Naciones Unidas, ha dicho que la inmensa
pobreza y la obscena desigualdad son flagelos de esta época tan espantosos como
el apartheid o la esclavitud lo
fueron en épocas anteriores. Y Eduardo Galeano, llegado a nuestro país en medio
de las inundaciones, ha dicho: “Espero que sirvan al menos para subrayar que
debemos de dejar de llamarlas catástrofes naturales. Sí, son catástrofes, pero
son el resultado del sistema de poder que ha enviado al clima al manicomio”.
2.
“¿La opción por los ricos?”. El pecado del mundo. Si la tragedia no es mero producto
de catástrofes naturales y si la letanía de “lo mismo y los mismos” no es
casualidad, algo sigue estando muy mal en nuestro país. Antes se le llamaba pecado estructural. Los cristianos hablaban de
“pecado del mundo”, citaban a los profetas de Israel, a Jesús de Nazaret y la
carta de un airado Santiago. Ahora
ya no se estila mucho ese lenguaje, ni siquiera en las iglesias. Y el
mundo democrático occidental, por una parte laico y secular, con todo derecho,
no acaba de encontrar -y no sé si le interesa-
palabras equivalentes que expresen la tragedia y la responsabilidad. Y menos si le salpican a él. Por eso habla de “los
menos favorecidos”, “países en vías de desarrollo”. Eufemismos.
La tragedia de estos días
muestra, una vez más, la injusticia estructural en el país. Antes de la
tragedia, siguiendo una práctica secular, seguía sin protegerse adecuadamente
las carreteras al construirlas, ni se cuidaba la construcción, muy
vulnerable, de los sectores más pobres. Y todo ello es más escandaloso, cuando
no se ha impedido que los millonarios deforesten y construyan sus casas a su antojo. Las promesas de prevención han sido papel
mojado.
Ahora, ante la
tragedia hay que preguntarse cuánto han sufrido unos y cuánto dinero han ganado
otros, edificando en zonas prohibidas por la ley
o por la conciencia. ¿Y qué hacen los responsables para impedirlo? ¿Dónde queda
la opción por los pobres -por los “más pobres”, que
decía sin inmutarse el presidente Christiani? Las catástrofes muestran lo que todo el mundo sabe. La opción
de los que configuran el país va en la otra dirección: es, en directo, la
opción por los que tienen dinero y por lo que da dinero. Optar por los pobres
puede responder a algún vago sentimiento ético o a una
estrategia para que la situación siga favoreciendo a los ricos. Pero no hay opción, no se piensa en los pobres antes que en los ricos al configurar el país.
Esto es de siempre y tiene raíces
estructurales. Ahora, sin embargo, con las catástrofes
afloran otros males coyunturales, que son también recurrentes. Ciertamente
no es fácil dar a conocer la verdad de todo
lo ocurrido, pero los miembros del gobierno no
parecen estar preparados para informar. Es una expresión
de irresponsabilidad gubernamental. Y mucho menos se quiere dar a conocer la verdad de las causas de lo ocurrido, pues entonces
saldrían a relucir responsables y culpables.
Lo fácil es disimular, eximir de
responsabilidades, exagerar lo que se ha hecho para
paliar la catástrofe, prometer transparencia, o simplemente callar, no decir la
verdad. Todo ello para que autoridades, políticos y adinerados queden bien. Es el encubrimiento de la realidad, práctica tan usada por el
presidente Bush, hasta que los féretros aparecen en televisión y la realidad se
hace inocultable. Entre nosotros no debiera extrañar
la desvergüenza de no decir verdad. Todavía, 25 años después, los gobiernos no
dicen la verdad sobre el asesinato de Monseñor Romero, aunque la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas ya emitió su juicio hace
doce años. Y por otra parte se alaba públicamente y sin escrúpulos a
responsables de escuadrones de la muerte. (Eclesalia Informativo autoriza
y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
También aparece la inmoralidad de la
propaganda partidista. El partido en el poder capitaliza la tragedia en su
favor. En televisión se ofrecen en cadena -privada- microprogramas del partido
Arena, de cinco a diez minutos, en los que aparecen sus candidatos a alcaldes y a diputados repartiendo ropa, camisetas…
Aparece la prepotencia de algunos grandes del capital,
fotografiados en los periódicos, entregando cheques para los damnificados.
Ignoran lo que decía Jesús: “que tu mano derecha no
sepa lo que hace la izquierda.
Y aparece la deshumanización de la industria de los medios.
Algunos de ellos se disputan la “primicia” de la noticia, la foto del cadáver de una niñita rescatada. El éxito
profesional, el ranking, interesa más que comunicar el dolor de la gente y sus
sentimientos.
Sin embargo, aun con mucho en su
contra, la verdad se ha vuelto a abrir paso: en los
clamores de la gente que sufre, en personas sensatas que se preguntan con
incredulidad cómo es posible tener un país así. A la
entrada de la YSUCA, recogiendo y organizando ayuda de emergencia, un sacerdote
de Sonsonate, lo dijo muy bien. “En el día a día pasa
desapercibida, pero ésta es la verdad del país: la pobreza”.
3.
“El corazón de carne”. Solidaridad. En medio de la
tragedia siempre aparece la fuerza de la vida, de la
esperanza, del amor. Y en estas ocasiones toma la forma de solidaridad.
Muchos colaboran para aliviar el
sufrimiento -la respuesta a las llamadas de la YSUCA, y de otros, es realmente
impresionante. Llega gente con quintales de maíz, frijoles -a veces lo cargan mujeres sencillas sobre la cabeza-, azúcar,
maseca, botes de leche, cientos de fardos de ropa, docenas de colchonetas,
frazadas, medicina… Son gente sencilla, normal, que inmediatamente se ponen a
ayudar para hacer llegar la ayuda. También se acercan algunas personas de más
medios con donativos importante. A veces. empleados de
empresas conocidas que, entre ellos, han recogido la ayuda. Hasta un equipo
pesado ofreció un constructor para remover escombros. Y llegan médicos,
enfermeras, religiosas… Es la ayuda y el servicio que
brota como lo obvio, como lo que nos mantiene con un mínimo de humanidad.
Muchos albergues son atendidos
por las iglesias. La ayuda gubernamental, cuando
llega, llega tarde y limitada, y a veces hasta es rechazada por la gente. Muchas parroquias y comunidades, católicas y protestantes,
comunidades, religiosas, agentes de pastoral, pastores… se desviven estos días.
Y lo hacen con sencillez y con gran creatividad, como
lo que les permite ser cristianos y cristianas por que son humanos y humanas. Y
lo hacen sin esperar ni depender mucho de
orientaciones de arriba.
También hay ofertas de ayuda de
afuera. Según una tradición secular, algunas llegarán con
eficacia e integridad, fruto del dolor y del cariño. Son “los solidarios
de siempre”, personas e instituciones, que también en tiempos de normalidad
ayudan a la promoción de las comunidades, a las
instituciones que velan por los derechos de los pobres, y a las que analizan y
dicen su verdad. Estos solidarios, por cierto, también vienen al país cuando el
pueblo celebra a Monseñor Romero y a sus mártires. Es la solidaridad
“salvadoreñizada”.
Otras ayudas llegarán con mayor
burocracia, con mayor interés político y con mayores sospechas de no llegar a su destino como Dios manda. Bienvenidas sean, al menos
para emergencias. Pero añadamos un deseo: que no olviden que, si no ayudan a cambiar nuestras estructuras injustas, peor
aún, si las solidifican y se aprovechan de ellas para hacer ellos un buen
negocio, ayudar en las catástrofes es rutina que no humaniza. Y puede ser
escarnio. Es como mantener moribundo al pobre Lázaro junto al ricachón, cada
vez más vivo y opulento.
4.
“Santidad primordial”. Lo heroico de vivir. Hagamos
ahora unas reflexiones más allá de lo visible y constatable. Son audaces. Aceptarlas o no,
dependerá de la sensibilidad y de la fe de cada quien, fe religiosa o humana,
con que se mira la realidad. Y ante las víctimas sólo podemos
hacerlas con el máximo respeto.
En los lugares afectados por las
catástrofes las escenas son desgarradoras. Como en el siervo
sufriente de Jahvé, no hay en ellas belleza alguna. Al ver a las
víctimas clamando, defendiendo a sus hijos pequeños, llorando sobre sus
cadáveres, agarradas a un silla -lo único que les ha
quedado- para que no se la lleve el agua, rezando también, protestando por lo
que el gobierno hace y no hace, vienen a la mente muchas otras catástrofes. Entre nosotros, terremotos, represión y miseria cotidiana; en otros
lugares, Níger, Sudáfrica, los Grandes Lagos, madres y niños famélicos, con
SIDA, caminando en grandísimas caravanas cientos de kilómetros sin
prácticamente nada. Pero puede ocurrir -y ocurre- el gran
milagro: las víctimas quieren vivir, ayudarse mutuamente para vivir. Y
entonces en medio de la catástrofe aparece dignidad, amor, esperanza, hasta
organización popular, religiosa y civil -de mujeres sobre todo- para decir su
palabra y mantener su dignidad. En El Salvador es bien
conocida la decisión de las víctimas a rehacer sus vidas después de las catástrofes.
No
creo que hay palabras adecuadas para describirlo, pero quizás sirvan éstas. “A este anhelo de sobrevivir en medio de grandes
sufrimientos, los trabajos para lograrlo con creatividad, resistencia y
fortaleza sin límites, desafiando inmensos obstáculos, lo hemos llamado la santidad primordial. Comparada con la oficial, de esa
santidad no se dice todavía lo que en ella hay de libertad o necesidad, de
virtud u obligación, de gracia o mérito. No tiene por
qué ir acompañada de virtudes
heroicas, pero expresa una vida toda
ella heroica. Esa santidad primordial invita a dar y recibir unos a otros y unos de otros, y al gozo de ser humanos unos con
otros”.
5.
“¿Dónde está Dios?”. En la cruz. Ese
misterio de esperanza y dignidad en medio de las catástrofes nos lleva al
misterio de Dios. Empecemos recordando, por si algún lector así lo piensa, que Dios no envía catástrofes
para castigar a los seres humanos, como lo gritan unos. Tampoco están predichas
en la Biblia, como predican otros. La predicción más segura es
la de Mateo 25: “la salvación y la condenación dependen de servir o no
al pobre”.
Sí abunda un
sentimiento religioso de que “ante las cosas de Dios no podemos hacer mucho”.
Es la fe respetuosa. Pero no impide preguntarle y
cuestionarle, como Job, como Jesús en la cruz, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué
nos has desamparado?”. Es la teodicea de que hablan los teólogos.
Sea cual fuera la respuesta o el
silencio de Dios que escuchamos, bueno es recordar en estas situaciones lo que Rutilio Grande decía a los campesinos de Aguilares:
“Dios no está en una hamaca en el cielo”. En nuestros días está en medio del sufrimiento y de las
víctimas. No para
bendecirlo y justificarlo, sino para decir que él no
quiere quedarse placenteramente en el cielo cuando sus hijos e hijas, los más
queridos suyos, los pobres, sufren en esta tierra.
Esto es lenguaje simbólico. Con él se quiere decir que Dios ama en verdad a las víctimas de
este mundo. Se podrá o no creer en ese Dios, se podrá
preguntarle “¿por qué?”, sobre todo los que se han quedado sin nada, sin su
casita, sus hijos, sus papás. Se podrá dudar de su
omnipotencia, pero no se le podrá acusar de indiferencia. Un gran
teólogo alemán decía en medio de los horrores de la segunda guerra mundial: “sólo un Dios así, sufriente con nosotros, puede salvarnos”.
6.
“Bajar de la cruz a los crucificados”. El mandamiento de Dios. Lo que acabamos de decir no es la última palabra de Dios en
estos días. Su última palabra -y para quien no
sea creyente, la última palabra de la conciencia- es una exigencia,
que -si se nos perdona la audacia- pudiera ser ésta:
“Salven a este mundo.
No hay nada más urgente ni más importante. No piensen que se
olvidan de mí por acoger damnificados, recoger y enterrar cadáveres, consolar a
sus familiares. Están más cerca que nunca… Estudien, investiguen y
busquen, por amor a mi nombre, soluciones de verdad
para prevenir y paliar catástrofes… Terminen con la corrupción y la mentira,
gobiernen con justicia y honradez, sin escapatorias… Y no se llenen la boca gritando
democracia, globalización. Y aprendan de mi enviado
Jeremías. Zahirió a los que obraban mal y se excusaban
gritando “templo de Jerusalén, templo de Jerusalén”. Les digo a ustedes, lo que Jeremías les dijo a ellos: ‘Lo que Jahvé
quiere es que mejoren su conducta y obras, que hagan justicia, que no opriman
al forastero, al huérfano y a la viuda’. Hoy les digo: ‘¡bajen
de la cruz a los crucificados!’”.
7.
¿Y los aniversarios de los mártires? Estas
reflexiones iban a ser sobre los mártires de la UCA del 16 de noviembre y sobre
las cuatro religiosas norteamericanas del 2 de diciembre.
En aquel entonces las víctimas morían violentamente a manos de victimarios. Las
de estos días han muerto, o siguen sufriendo, en buena parte, por la desidia,
la corrupción, la ambición egoísta, que lentamente
erosiona nuestro país. Y sobre ellas hemos hablado.
Pero no olvidemos que hace años hubo mártires porque
había víctimas, y aquéllos las defendieron hasta el final, dando su vida. Estos días no hay mejor forma de recordarles que
socorriendo y consolando a las víctimas de la naturaleza, defendiéndolas de
estructuras ineptas e injustas, y de todo egoísmo. Fomentando
justicia y vida, y sobre todo esperanza. (Eclesalia Informativo autoriza y
recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).