Leonardo Boff sulla Dominus Iesus
Al concluir los festejos de los dos mil años de cristianismo, el cardenal J.
Ratzinger nos brinda un documento doctrinario que debemos agradecer. En él,
sin máscaras ni subterfugios, se expone cuál es la visión que una parte de
la Iglesia, la jerarquía vaticana, tiene de la revelación, del designio de
Dios en Cristo, de la naturaleza de la Iglesia, del diálogo ecuménico e
inter-religioso. Ahora, todos, hombres y mujeres de buena voluntad, personas
religiosas y espirituales, Iglesias cristianas y cada fiel, saben lo que
deben esperar o no de la Iglesia jerárquica vaticana respecto al futuro del
diálogo micro y macroecuménico. Ese futuro es aterrador, pero absolutamente
coherente con el sistema que la Iglesia jerárquica vaticana elaboró a lo
largo de los últimos siglos y que ahora alcanzó su expresión pétrea. Es el
sistema romano, férreo, implacable, cruel y sin piedad.
1. La inaudita agresividad de un cardenal tímido
Dicho en una forma sencilla -picaresca pero verdadera- he aquí el resumen de
la ópera: "Cristo es el único camino de salvación y la Iglesia es el peaje
exclusivo. Nadie recorrerá el camino sin antes pasar por ese peaje". Dicho
de otra manera" "Cristo es el teléfono pero sólo la Iglesia es la
telefonista. Todas la llamadas de corta y de larga distancia necesariamente
pasan por ella". Iglesia y Cristo forman "un único Cristo total" (nº 16),
pues "como existe un solo Cristo, también existe un solo cuerpo y una sola
Esposa suya, una sola Iglesia católica y apostólica" (nº 16). Fuera de la
mediación de la Iglesia, todos, incluso "los adeptos de otras religiones
objetivamente se encuentran en una situación gravemente deficitaria" (nº
22). Con todo énfasis se afirma, citando el Catecismo de la Iglesia
Católica: "No se debe creer en nadie más, a no ser en Dios, el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo" (nº 7).
¿Por qué tal reduccionismo? Aquí comienza a articularse el sistema romano,
el romanismo: por causa "del carácter definitivo y completo de la revelación
de Jesucristo" (nº 4). Podrán pasar milenios, podrán los seres humanos
emigrar a otros planetas y galaxias. pero la historia quedó como petrificada
hasta el juicio final, pues no va a haber absolutamente ninguna novedad en
términos de revelación: "no se debe esperar nueva revelación pública antes
de la gloriosa manifestación de Nuestro Señor Jesucristo" (nº 5). El sistema
está completo, cerrado, y todo es propiedad privada de la Iglesia (la
jerarquía vaticana), que debe expandirlo al mundo entero.
¿Qué dirá ella a los seres humanos -después de millones de años de evolución
y de encuentro espiritual con Dios- y a los demás cristianos que no son
católico-romanos? Las respuestas son claras y sin vacilaciones, verdaderas
puñaladas en el pecho de los destinatarios: "A ustedes, personas religiosas
del mundo, miembros de las religiones, incluso más ancestrales que nuestro
cristianismo (como el budismo o el hinduismo), les anuncio esta desoladora
verdad: ustedes no tienen "fe teologal"; sólo tienen "creencia"; sus
doctrinas no son cosa del Espíritu sino algo "que ideó el ser humano en su
búsqueda de la verdad" (nº 7). Si poseyeran algunos elementos positivos, "no
se les puede atribuir origen divino" (nº 21), ni son de ustedes, pues son
nuestros, ya que "reciben del misterio de Cristo los elementos de bondad y
de gracia presentes en ellos" (nº 8). Y ustedes, Iglesias ortodoxas que
tienen jerarquía y la eucaristía: ustedes son sólo "iglesias particulares",
sin plena comunión, por no aceptar el primado del Papa (nº 16). Y ustedes,
Iglesias evangélicas, salidas de la Reforma unas, y surgidas otras después,
escuchen bien esta sentencia: ustedes "no son iglesias en sentido propio"
(nº 17); son "comunidades separadas". "cuyo valor deriva de la misma
plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia Católica"(nº 17).
Y ahora, escuchen todo lo que el Concilio Vaticano II sentenció y nosotros
reafirmamos: "La única verdadera religión se verifica en la Iglesia Católica
y apostólica, a la cual el Señor Jesús confió la misión de difundirla a
todos los seres humanos (nº 23). Sepan que únicamente en ella está la
verdad. Todas las personas están obligadas a adherirse a ella, pues fuera de
esta verdad todos ustedes se encuentran irremediablemente en el error. En el
fondo, este documento, expresión suprema de totalitarismo, dirá a todos, de
forma cruel y sin piedad: sin Cristo y la Iglesia ustedes todos no poseen
nada de propio; y si por ventura tuvieran algún elemento positivo, no es de
ustedes, sino de Cristo y de la Iglesia. A ustedes no les queda otro camino
que la conversión. Fuera de la conversión sólo hay riesgo objetivo de
perdición.
Después de tal pronunciamiento para nosotros, mortales, propulsores del
micro y del macro ecumenismo, queda claro que cualquier iniciativa del
Vaticano en esa área, esconde una farsa y prepara una trampa. Los llamados
que el documento hace a la continuidad del diálogo no son propiamente sobre
los contenidos religiosos, sino sobre el respeto a las personas, iguales en
dignidad, pero absolutamente desiguales en términos de las condiciones
objetivas de salvación.
Con estas tesis, el tímido cardenal José Ratzinger compareció como
exterminador del futuro del ecumenismo. ¿Cómo se llegó a tal sistema
totalitario, el romanismo, que tantas víctimas causa, y que produce un
discurso de exclusión y de desesperanza?
2. El capitalismo jerárquico romano
Este tipo de discurso no es específico del romanismo, sino de todos los
totalitarismos contemporáneos, del fascismo nazi, del estalinismo, del
sectarismo religioso, de los regímenes latinoamericanos de seguridad
nacional, del fundamentalismo del mercado y del pensamiento único
neoliberal. El sistema es totalitario y cerrado en sí mismo, en el caso de
la jerarquía vaticana, un "totatus" ("totalitarismo) como decían teólogos
católicos, críticos del absolutismo de los papas. La realidad comienza y
termina allí donde comienza y termina la ideología totalitaria. No existe
nada más allá del sistema. Todos deben someterse a él, como dice el
documento de Ratzinger, en "obediencia, sumisión plena de la inteligencia y
de la voluntad, dando voluntariamente asentimiento" (nº 7). La verdad es
sólo intrasitémica. Sólo los que obedecen al sistema participan de los
beneficios de la verdad que es la salvación. Todos los demás están en el
error.
Quien pretende tener él solo la verdad absoluta está condenado a la
intolerancia para con todos los demás, que no están en ella. La estrategia
es siempre la misma, en cualquiera de estos totalitarismos: convertir a los
otros o someterlos, desmoralizarlos o destruirlos. Conocemos bien este
método en América Latina. Fue minuciosamente aplicado por los primeros
misioneros ibéricos que vinieron a México, al Caribe y a Perú con la
ideología absolutista romana. Consideraron falsas las divinidades de las
religiones indígenas, y sus doctrinas las tuvieron por pura invención
humana. Y las destruyeron con la cruz asociada a la espada.
Los ecos de los lamentos de los sabios aztecas resuenan hasta hoy:
"Dijisteis que no eran verdaderos nuestros dioses. Nueva palabra es ésa, la
que habláis. Por causa de ella estamos perturbados, incomodados. Oigan,
señores nuestros: no hagáis a nuestro pueblo algo que le cause desgracia o
que lo haga perecer. No podemos quedar tranquilos" (Miguel León Portilla, A
conquista da América Latina vista pelos indios, Vozes, Petrópolis l987,
21-22). Los mayas sollozaban: "¡Ay!, entristezcámonos, porque llegaron (los
españoles cristianos). Vinieron a hacer que las flores se marchiten. Para
que su flor viviese, dañaron y devoraron nuestra flor. Castrar el sol: eso
es lo que vinieron a hacer ellos aquí. Ese Dios "verdadero" que viene del
cielo, sólo de pecado hablará, sólo sobre el pecado será su enseñanza. Ellos
nos enseñaron el miedo" (León-Portilla, op.cit. 60-62).
¿Podrá imaginar el cardenal Ratzinger lo que un piadoso presbiteriano,
trabajando en el interior de la salva amazónica con los indígenas, o un
monje taoísta, sumergido en su contemplación, sentirán, cuando, en un
encuentro inter-religioso cualquiera, se les diga que ellos no tienen fe, o
que no son iglesia, que en sí nada tienen de divino y de positivo, y que si
lo poseen es sólo por Cristo y por la Iglesia? Humillados y ofendidos,
tienen motivos para llorar como los aztecas y los mayas. Y su lamento
llegará hasta el corazón de Dios, que siempre escucha el grito de los
oprimidos, sin la mediación innecesaria de la Iglesia. Pero como son justos
y sabios, seguramente sólo sonreirán frente a tanta arrogancia, a tanta
falta de respeto y a tanta ausencia de espiritualidad para con los caminos
de Dios en la vida de los pueblos.
La estrategia del documento vaticano obedece a la misma lógica de los
referidos totalitarismos: la de la desmoralización y de la disminución hasta
la completa negación del valor teologal de las convicciones del otro.
Destruye todas las flores del jardín no católico y religioso, para que
quede, soberana y solitaria, sólo la flor de la Iglesia romano-católica. Y
todo, bajo la invocación de Dios, de Cristo y de la revelación divina,
pecando alegremente contra el segundo mandamiento de la Ley de Dios, que
prohibe usar el santo nombre de Dios en vano o para encubrir intereses
meramente humanos.
¿Cómo se llegó a esa rigidez fundamentalista y sin piedad? No queremos
resumir aquí la investigación histórica, hecha por los mejores historiadores
y exegetas católicos que el cardenal Ratzinger conoce, pues los estudió en
sus aulas de Freising, Bonn, Tübingen y Regensburg: de la comunidad
fraternal de los inicios del cristianismo, por razones históricas
comprensibles pero no justificables, se llegó a una sociedad eclesiástica
piramidal y desigual.
En los primeros siglos, hasta más allá del año mil, el pueblo cristiano
participaba del poder de la "Iglesia comunidad de los fieles", en las
decisiones y en la elección de sus ministros, según el antiguo adagio: "todo
lo que interesa a todos debe ser discutido y decidido por todos". Después,
el pueblo comenzó a ser sólo consultado, y por fin, quedó totalmente
marginado y expropiado de la capacidad que originalmente poseía. Así surgió
en la Iglesia una innegable división y desigualdad: por un lado una
jerarquía que todo lo sabe, de todo es maestra, discute de todo y en todo
ella decide, al lado y encima de una masa de fieles despotenciada y
destituida, que debe obedecer y adherirse a totalmente a la jerarquía.
Esta realidad es en sí misma perversa, y contraria al sentido originario del
mensaje de Jesús. Para hacerla aceptable entran en funcionamiento los
mecanismos de legitimación. La jerarquía vaticana elabora la correspondiente
teología, con el objeto de justificar, reforzar y sacralizar su poder. Para
hacer que ese poder sea irreformable, intocable y absoluto, le atribuye un
origen divino, cuando, en realidad, es producto histórico y fruto de un
proceso implacable de expropiación. Para conseguir tal faraonismo, la
jerarquía vaticana echó mano de manipulación de decretales y de la
falsificación del famoso Testamento de Constantino, hasta implantar, con
Gregorio VII en 1075 con su "Dictatus Papae" (la Dictadura del Papa) el
poder absoluto del papado en formulaciones como éstas: "El papa es el único
hombre al cual todos los príncipes le besan los pies (esto valía hasta
mediados de este siglo, con Pío XII); su sentencia no debe ser reformada por
nadie, y sólo él puede reformar la de todos; él no debe ser juzgado por
nadie". Por fin, con Pío IX, de infeliz reciente beatificación, fue
proclamado infalible en su magisterio, pudiendo decidir todo "por sí mismo
sin el consentimiento de la Iglesia". A partir de esa ideología totalitaria
se leen las Escrituras y se entresaca de ella lo que interesa para
fundamentar esta doctrina ideada por la sed de poder, espiritualizando las
perspectivas contrarias o simplemente silenciándolas, incluso las más
esenciales. El documento del cardenal Ratzinger prolonga este método sin la
mínima sutileza que sería de esperar de alguien que un día fue un teólogo de
reconocida competencia.
Cabe recordar que el Jesús histórico fue víctima de un sistema absolutista
semejante, aquel construido por los escribas y fariseos. En nombre de él
rechazaron a Jesús como falso profeta, enemigo de la verdad, Belzebú,
traidor a las tradiciones y seductor del pueblo. Jesús les contradice -y lo
mismo diremos al cardenal Ratzinger-: "en verdad, anulan ustedes el
mandamiento de Dios para establecer las tradiciones de ustedes. y cosas como
éstas hacen ustedes muchas más" (Mc 7. 13); "por causa de sus tradiciones no
enseñan el precepto de Dios" (Mt 15, 3). Y ¿qué es lo que el cardenal
Ratzinger deja de enseñar en nombre de tradiciones espúreas?
3. Errores teológicos que hacen inaceptable el documento vaticano
El cardenal Ratzinger no enseña la esencia del cristianismo, sin la que nada
se sustenta, de lo que resulta vana toda la argumentación del documento.
Entre otras cosas esenciales, dos son las más graves: no anuncia la
centralidad del amor ni predica la importancia decisiva de los pobres. En su
documento, estas dos cosas están totalmente ausentes.
Para Jesús y para todo el Nuevo Testamento, el amor lo es todo (Mt 22,
38-39), porque Dios es amor (1 Jn 4, 8.16) y sólo el amor salva (Mt 25,
34-47), un amor que debe ser incondicional (Mt 5, 44). Nada de eso se lee en
el documento cardenalicio. Sólo habla de verdades reveladas y de la fe
teologal como adhesión plena a ellas. Y bien sabe el cardenal que la fe sola
no salva, pues como dicen todos los Concilios, sólo salva la fe "informada
de amor" (fides caritate informata). Conocida es la frase de Blaise Pascal:
"La verdad fuera de la caridad no es Dios, es sólo una imagen y un ídolo que
no hay que amar ni adorar" (Pensées, n. 582). Es una ausencia clamorosa,
sólo comprensible en quien no tiene una experiencia espiritual, no se
encuentra con el "Dios comunión de personas divinas", no ama a Dios y al
prójimo, sino que sólo se adhiere perezosamente a las verdades escritas y
abstractas. Por el hecho de que el texto no revela ningún amor, también
muestra que no ama a nadie, a no ser al propio sistema. Sin compasión ni
esfuerzo de comprensión, injuria y destruye el credo de los otros.
Más todavía: para empeorar su situación, en ningún momento se refiere a los
pobres. Para Jesús y todo el Nuevo Testamento, el pobre no es un tema entre
otros. Es el lugar a partir el cual se descubre el evangelio como buena
noticia de liberación ("bienaventurados ustedes los pobres") y funciona como
criterio último de salvación o de perdición. De nada sirve pertenecer a la
Iglesia romano-católica, poseer todo el arsenal de los medios de salvación,
someterse con mente y corazón al sistema jerárquico, acoger todas las
verdades reveladas. si no se tiene amor "nada soy" (1 Cor 15, 2). Si no
tuviéramos amor al hambriento, al sediento, al desnudo, al peregrino y al
preso, nadie, ni yo ni el cardenal Ratzinger, podremos escuchar las palabras
bienaventuradas: "Vengan, benditos de mi Padre, tomen posesión del Reino
preparado para ustedes desde la creación del mundo" (Mt 25, 34), porque
"cuando dejasteis de hacer algo a uno de estos pequeños, fue a mi a quien o
se lo hicisteis" (Mt 25 45). La cuestión del pobre es tan esencial a la
herencia de Jesús, que cuando Pablo fue a verificar su doctrina ante los
apóstoles en Jerusalén, éstos le exigieron el cuidado de los pobres (Gal 2,
10).
La tradición teológica de la Iglesia siempre argumentó rectamente: donde
está Cristo ahí está la Iglesia; y Cristo está en los pobres; luego la
Iglesia está (debe estar) en los pobres. No sólo en los pobres trabajadores
y buenos, sino en los pobres pura y llanamente por el simple hecho de ser
pobres. Al ser pobres, tienen menos vida, y por eso son los destinatarios
primeros de ese anuncio y de la intervención liberadora del Dios de la Vida.
Ninguna resonancia de ese anuncio de libertad y de compasión encontramos en
este rastrero documento vaticano. Sobre la cuestión de los pobres se podría
inaugurar un ecumenismo abierto y fecundo, con todas las iglesias,
religiones, tradiciones espirituales y personas de buena voluntad... En el
amor incondicional y en los pobres se encuentra la centralidad del mensaje
de Jesús, y no en el alegato ideológico montado por el documento del
cardenal. Hay una forma de negación del Dios vivo que sólo los eclesiásticos
llevan a cabo: hablar de Dios, de su revelación y de su gracia, sin mostrar
ninguna compasión para con los pobres y los ofendidos. No hablan del Dios de
Jesús que escucha el grito de los oprimidos y desciende para liberarlos (Ex
3,4) sino de un fetiche eclesiástico que "ideó" (nº 7) el ser humano en su
sed de poder. No sin razón la imagen de Dios que emerge del documento es de
un Dios fúnebre que murió hace mucho tiempo, pero que dejó como testamento
frases recogidas en el Nuevo Testamento, con las cuales la jerarquía
vaticana construye un edificio de salvación exclusivo para quien entre en
él.
Pero hay otras insuficiencias graves de teología que importa denunciar: el
documento ofende al Verbo que "ilumina a todo ser humano que viene a este
mundo" (Jn 1,9), y no sólo a los bautizados y a los que son
romano-católicos. El documento blasfema el Espíritu que "sopla donde quiere"
(Jn 3, 8) y no sólo sobre aquellos ligados a los esquemas del cardenal.
Jesús enfatiza que "los verdaderos adoradores que el Padre desea, han de
adorarlo en Espíritu y en Verdad" y no solamente en Roma (Jerusalén) o
Garizim (Cracovia: Jn 4, 21-23), es decir, por todas las personas abiertas a
la dimensión espiritual y sagrada del universo, manifestación de la
presencia del Misterio divino, cuya culminación se encuentra en la
encarnación.
El documento deja en ridículo a los seres humanos al negarles lo principal
del mensaje de Jesús referido más arriba: el amor incondicional y la
centralidad de los pobres y oprimidos. En su lugar les ofrece un indigesto
menú de citas arrancadas para justificar las discriminaciones y las
desigualdades producidas contra la voluntad manifiesta de Jesús, que
prohibió que alguien se llamara maestro o padre (Papa es la abreviación de
"padre de los pobres", pater-pauperum = papa) o que se considerara mayor o
primero que los demás, "porque ustedes son todos hermanos y hermanas (Mt 23,
6-12). La jerarquía romana necesita urgentemente de conversión para que
pueda encontrar su lugar dentro de la totalidad del pueblo de Dios y como
servicio de la comunidad de fe. Ella no es una facción, sino una función de
la "Iglesia comunidad de fieles y de servicios".
El documento está a kilómetros-luz de la atmósfera de jovialidad y
benevolencia propia de los evangelios y de la gesta de Cristo. Es un texto
de escribas y fariseos y no de discípulos de Jesús, un texto carente de
virtudes humanas y divinas, más dirigido a juzgar, a condenar y a excluir,
que a valorizar, comprender e incluir como hace el símbolo de la primera
alianza que Dios estableció con la vida y la humanidad, el arco iris.
Ratzinger no quiere la multiplicidad de los colores en la unidad del mismo
arco iris, sino sólo el predominio imperativo del color negro, el de la
triste jerarquía curial. Sólo una Iglesia envejecida, amargada y crepuscular
puede producir textos tan melancólicos y de irremediable decadencia
espiritual.
4. El ecumenismo pasa por Ginebra y no por Roma
Con este documento el cardenal Ratzinger ha cavado la tumba para el
ecumenismo en la perspectiva de la jerarquía vaticana. Tiene el mérito de
desvanecer todas las ilusiones. A partir de ahora no podemos contar con la
jerarquía vaticana para buscar la paz espiritual y religiosa de la
humanidad. Al contrario, por su capitalismo concentrador de la verdad
divina, por la arrogancia con que trata a todos los demás, el cristianismo
jerárquico romano se constituye en un gran obstáculo.
Pero la jerarquía romana no es toda la Iglesia, ni representa la entera
jerarquía eclesiástica mundial. Dentro de la jerarquía hay cardenales,
arzobispos, obispos y presbíteros que siguen el camino evangélico del mutuo
aprendizaje, del diálogo abierto y de la búsqueda sincera de la paz
religiosa, asentada en la experiencia radical del Misterio, que se vela y
revela a lo largo de toda la historia del universo y de la humanidad y
adquiere cuerpo -singular en cada caso- en las religiones y en el
cristianismo. Pero ése no es el camino estimulado por Roma.
Si continúa la actitud excluyente del Vaticano, el ecumenismo cristiano no
pasará ya por Roma, sino por Ginebra, sede del Consejo Mundial de iglesias.
Allí se perpetúa la herencia de Jesús, abierta a las dimensiones del
Espíritu, que llena la faz de la Tierra y caldea los corazones de los
pueblos y de las personas. Como el documento de Ratzinger es fruto de un
sistema cerrado y férreo, no muestra sensibilidad alguna hacia la realidad
que va más allá de él mismo. Es el sapo que vive en el fondo del pozo y nada
sabe de universos que haya más allá de los límites de su pozo. Un documento
que apunta al diálogo religioso mundial debería mostrar el valor de
pertinencia y la relevancia de tal dialogo frente a la dramática situación
que atraviesa la Tierra y la Humanidad. Nada de ello entra en la agenda del
documento. El sentido del diálogo ecuménico e inter-religioso no se agota en
la gestación de la paz religiosa, sino que se ordena a la construcción de la
justicia y de la paz entre los pueblos y a la salvaguarda de todo lo creado.
Estamos caminando rumbo a una única sociedad mundial. Esta geosociedad tiene
rostro del Tercer Mundo, porque cuatro mil millones de personas -sobre seis
mil millones-, según los datos del Banco Mundial y del Fondo Monetario
Internacional, viven debajo de la líinea de la pobreza. ¿Quién enjugará las
lágrimas de estos millones de víctimas? ¿Quién escucha el grito que viene de
la Tierra herida, y de las tribus de la Tierra, hambrientas y excluidas?
El documento no tiene oídos para semejantes tribulaciones. Quien es sordo
ante el grito de los oprimidos no tiene nada que decir a Dios ni nada que
decir en nombre de Dios. El Cristianismo presentado por el cardenal
Ratzinger no es mundializable: es expresión del lado más sombrío del
Occidente, que cada vez más se convierte en un accidente. Su documento
cierra el segundo milenio de un tipo de cristianismo que no debe ser
prolongado por veneración al Misterio de Dios que se revela en la historia,
por amor a Jesucristo, cuyo significado y mensaje no quiere excluir ni
disminuir a nadie, por comunión con las demás iglesias cristianas que llevan
adelante la memoria de Jesús, y por respeto a los demás caminos religiosos y
espirituales por los cuales Dios siempre visitó en salvación y gracia a
todos los seres humanos. En el nuevo milenio que se inaugura, surgirá un
nuevo ecumenismo católico como aquel que está siendo realizado en estratos
importantes de la jerarquía que se convirtió al sentido evangélico de
servicio y animación de la fe, en las bases de la Iglesia y en las
comunidades católicas y cristianas, ecumenismo fundado en la espiritualidad
y en la mística del encuentro vivo con el Espíritu y el Resucitado, al
servicio de los hombres y mujeres, comenzando por los más pobres y
castigados, en comunión y en diálogo con otros portadores de espiritualidad.
Es misión de todos suscitar y animar la llama sagrada de lo Divino y del
Misterio que arde dentro de cada corazón y en el universo entero.
Sin esa llama sagrada no salvaremos la vida ni garantizaremos un futuro de
esperanza para la familia humana y la Casa Común, la Tierra. Para tal
propósito, todo ecumenismo es deseable, toda sinergia es imprescindible. Y
Roma, algún día, post Ratzinger locutum -una vez que ya habló Ratzinger-,
tendrá que sumarse a esta tarea mesiánica.
Tradución de José María Vigil
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